25 diciembre 2006

 

Una conexión, después de todo.

El periódico israelí de Izquierdas Haaretz afirma que los Portavoces del gobierno de Israel, liderados por la Ministra de Exteriores Tzipi Livni, no estaban equivocados cuando rechazaron las conclusiones del informe Baker-Hamilton, sobre los problemas de los Estados Unidos en Oriente Medio y su vinculación con el conflicto árabe-israelí. Los portavoces defendieron que el Oriente Medio de hoy difiere de aquel que James Baker conoció como Secretario de Estado.

Una marea creciente de radicalismo islámico; un imperio chií buscando implacablemente armas nucleares, que es propenso a arrastrar a otros estados como Egipto y Arabia Saudí en el mismo camino; un régimen sirio que arrastra bajo su ala a los grupos terroristas y los movimientos de resistencia islámicos radicales, en la Autoridad Palestina y El Líbano; y los aliados americanos en la región, dejados atrás y expuestos como resultado del derrumbe de la hegemonía americana. Todo esto ha transformado Oriente Medio en un lugar mucho más peligroso de lo que era durante la etapa de Baker al frente del Departamento de Estado. Más que nunca, la necesidad de paz entre Israel y sus vecinos se ha vuelto esencial para la estabilidad de la región.

Es verdad que el vínculo automático que el informe Baker-Hamilton parece hacer entre la estabilización de la situación en Irak y una solución al conflicto árabe-israelí fue justificadamente criticado en los Estados Unidos e Israel. De hecho, tal conexión directa, legalmente no existe. Aun cuando la paz podría descender mágicamente sobre nosotros y nuestros vecinos, esto no sería en sí mismo suficiente para minimizar la magnitud de la sangría en Irak. No hay tampoco ninguna duda que los problemas en la región no tienen ninguna conexión con el conflicto árabe-israelí. Saddam Hussein podría haber invadido Kuwait y bombardeado a sus propios compatriotas con armas químicas aun cuando Israel no se estableciera en Judea y Samaria.

El genocidio en Darfur tampoco depende del control de Israel sobre los territorios. No obstante, una solución al conflicto árabe-israelí tendrá un impacto sin precedentes en las oportunidades de estabilidad para la región entera, y en todo caso en la posición de Israel y los Estados Unidos en el área. La prueba de credibilidad americana en Oriente Medio no reside en su habilidad de ganar en Irak.
Semejante victoria ya no es posible. Una paz árabe-israelí desarrollada por los Estados Unidos es la prueba real para su credibilidad entre los pueblos del Medio Oriente. La conexión entre los dos no es automática, y en gran parte es una cuestión de percepción.

El fallecido profesor Edward Said decía que las capacidades militares y tecnológicas de Israel son los medios por medio de los cuales se mide el fracaso de la sociedad árabe. La rabia popular que está hirviendo y está amenazando tumbar los regímenes pro-occidentales en la región, precisamente aquellos que están buscando alcanzar un acuerdo de coexistencia con el estado judío, tiene raíces profundas en la percepción de humillación que sienten las masas en el mundo árabe. Éste es un enojo compartido por sus élites, en virtud del continuo control israelí sobre los palestinos, y lo que es percibido como la cruzada de nuestro aliado, los Estados Unidos, contra el Islam.

Los líderes árabes pueden haber respaldado la guerra de Israel contra Hezbollah, pero sus pueblos estaban llenos de rabia y frustración por el arrogante control de la Fuerza Aérea de Israel sobre los cielos de El Líbano y la destrucción de la infraestructura de ese país, llevadas a cabo con el claro apoyo de los Estados Unidos. "¿Dónde están los árabes para levantar esta mancha de vergüenza de mi frente?", se preguntó Khalil Hawi, el famoso poeta libanés, antes de que se suicidara cuando se enteró que la armada israelí había invadido El Líbano a principios de junio de 1982.

Su suicidio es más que una metáfora con respecto a la profundidad de este sentimiento en el mundo árabe hoy, de lo que era entonces, porque, hoy, estos sentimientos están atados, más que nunca, también a la apreciación del doble estándar sobre los ejercicios de Estados Unidos en la región: un estándar para los israelíes y otro para los árabes y el Islam. Y esto en un momento donde el conflicto entre Israel y sus vecinos no es más meramente un conflicto nacional, como lo era durante los días de Baker como secretario de Estado, sino un conflicto vestido con el atuendo religioso y cultural que lo hacen mucho más peligroso.

En el mundo occidental, e incluso más entre las naciones árabes, ha tomado arraigo la idea que la guerra en Irak no fue más que un intento de los judíos neoconservadores cercanos al presidente para transformar Oriente Medio en un lugar más seguro para Israel, y para permitirle continuar su sujeción para siempre sobre los palestinos. Incluso las reformas democráticas que Estados Unidos buscó imponer en los estados árabes, con Israel como el claro modelo Occidental digno de imitación, reforzaron el sentido de una conspiración americano-israelí.

El libro de Natan Sharansky sobre lo mágico de la democracia ha sido un éxito en los Estados Unidos, no menor porque sirvió a Bush como una luz de guía. Claro, es posible descartar las respuestas de la calle árabe, un término arrogante que significa lo que en Occidente se describe como opinión pública, como irracionales, o como la expresión de una sociedad que sufrió muchas frustraciones como resultado de su interacción fallida con la cultura Occidental y, durante la última generación, como resultado de los desafíos de la globalización.

Pero no hay ninguna salvación en esto, ni para nosotros, ni para los americanos. El enojo y la frustración no son meros sentimientos sino que son una realidad política, y ellos dictan la política. Tal política relaciona una finalización del control de Israel sobre los palestinos como una condición importante, aunque no la única, para una reconciliación con los Estados Unidos y Occidente.

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